En cierta ocasión, un burro, cansado de tanta injusticia
a su género, oró a Dios y así le dijo:
Señor, ¿Sería posible que me cambiaras de nombre? Ya no
quiero llamarme burro porque los hombres emplean mi denominación para entre
ellos señalar al torpe, al ignorante, al lento y al perezoso; y yo, Señor, soy
todo lo contrario. Soy paciente pero no lento, inteligente y muy trabajador.
Todos quisieran que trabaje más y por eso me golpean, pero las cosas buenas y
bellas no se hacen con premura, sino con mucha calma; y por encima de todo,
tengo que conformarme con un puñado de zacate al terminar el día.
También hacen alusión a mis orejas cuando alguien es
torpe o lento. ¿En qué les afectan u ofenden mis orejas? Son para mí un orgullo
porque me identifican de los demás animales; pero ellos me ofenden con esos
calificativos. ¡Eres un burro! ¡Tienes orejas de burro!… No se han dado cuenta
que trabajo por ellos y ya me estoy extinguiendo. ¡Ojalá y fueran como yo! Y
sería para mí un honor que me emplearan como modelo a imitar, pero no. Por eso,
Señor, te ruego que a ellos les llames burros y a mí humano.
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